Jerónimo compuso las Quaestiones hebraicas in Genesim mientras se hallaba en Belén, probablemente entre los años 391 y 393. El título, quaestiones, alude a un género didáctico basado en preguntas y respuestas, practicado al menos desde época helenística por los autores “paganos”, como su maestro Donato en su Ars minor, pero que experimentaría un enorme auge de la mano de los autores cristianos, quienes lo adaptaron al aprendizaje de la exegética y la dogmática. Sin embargo, las Quaestiones hebraicas no se organizan en preguntas y respuestas sino, más bien, como scholia (pequeños comentarios) a aquellos pasajes de Génesis que entrañan alguna dificultad; por ello, algunos especialistas han sugerido que el sentido de quaestio en el título de la obra no es tanto ‘pregunta’ como ‘investigación’.
Las Quaestiones contribuyen de manera decisiva no solo a extender el concepto de hebraica veritas sino a configurar a través de él la autoridad de Jerónimo como traductor y exegeta, fundamentada en su dominio del hebreo y su capacidad para mediar con la larga y compleja tradición judía. Un par de años antes que sus Quaestiones hebraicas, vio la luz su Liber interpretationis hebraicorum nominum (‘Libro de la interpretación de los nombres hebreos’, con la etimología de numerosos nombres propios del Antiguo Testamento) y su Liber nominum hebraicorum locorum (‘Libro de los nombres de los lugares hebreos’). Resulta especialmente relevante si se tiene en cuenta que en el 392 Jerónimo emprende la traducción sistemática del texto hebreo al latín, lo que terminaría siendo conocido como la Vulgata: sin duda estos tres tratados sirvieron para acrecentar el reconocimiento de Jerónimo como hebraísta y allanar el camino de su nueva versión bíblica.
Sin embargo, la competencia en hebreo de Jerónimo ha suscitado continuas polémicas entre los especialistas desde, al menos, el maurista Bernard de Montfaucon y es todavía un tema abierto al debate. En las posiciones más extremas se ha defendido que todas las referencias al hebreo que aparecen en la obra de Jerónimo proceden de sus lecturas de Orígenes y Eusebio, pero en general esta visión no ha logrado suscitar muchos apoyos. A menudo se recurre a un término medio como fórmula de compromiso: seguramente Jerónimo podría leer y comprender los textos hebreos –se ha de llamar la atención sobre la dificultad añadida que suponía la falta de vocalización– pero debería recurrir a judíos ante los aspectos más complejos. En cualquier caso conviene tener presente que el hebreo bíblico era ya en época de Jerónimo una lengua de corpus, que no se correspondía con la lengua vernácula de los judíos y a la que todos habían de acceder mediante el estudio.
Con todo, no conviene entender las Quaestiones como una obra de corte estrictamente filológico. Al contrario, Jerónimo integra explicaciones más o menos llanas sobre el significado en hebreo de las palabras o la confrontación del texto hebreo con el de la Septuaginta y las otras versiones griegas, con comentarios exegéticos en los que es fácil sentir la huella de Eusebio de Emesa u Orígenes. Por otro lado, Jerónimo se presenta como un buen conocedor de las tradiciones interpretativas rabínicas e, incluso, aunque no hace un uso intensivo de ello, sí es posible rastrear en las Quaestiones lecturas targúmicas. También parece seguro que, aunque no lo cite expresamente, buena parte de su información histórica proviene de la obra de Flavio Josefo.
Este ejemplar corresponde al segundo tomo de la Obra completa de Jerónimo que acometieron los benedictinos de la Congregación de San Mauro, que tuvo por editor general a Jean Martianay (1647-1717). De acuerdo con la transmisión manuscrita de las obras de Jerónimo, las palabras hebreas aparecen en transcripción latina mientras que en los márgenes aparecen en cuadrática sin vocalización, a la par que las referencias de las citas bíblicas usadas en el cuerpo del texto. En la parte inferior de la página se sitúan unas notas a las Quaestiones que no se ciñen estrictamente a la crítica textual, mientras que al final se han añadido notas adicionales.
Brown, 1992; Graves, 2007; Hayward, 2007; Newman, 2009; Rebenich, 1993; Williams, 2006.
Eusebio de Cesarea (ca. 263- 339), autor de una famosa Historia ecclesiastica, compuso en griego una Chronica, que abarca el espacio que media entre el nacimiento de Abraham (2016 a.e.c.) y el año 325 e.c. Para lograr que fuera auténticamente universal sincronizó la nueva historia sagrada con la historia profana y la historia sagrada de los judíos. El método escogido buscaba demostrar que la historia y la literatura judeocristianas eran considerablemente más antiguas que la civilización grecolatina. El conjunto comprendía una Chronographia, con la información en bruto –breves cronologías de distintos pueblos con las listas de sus reyes– que era el fundamento de una empresa mayor que venía a continuación: los Canones, tablas cronológicas que sintetizaban el material obtenido, una configuración gráfica de la que él es el primer representante seguro, aunque probablemente ya Ático la había utilizado antes en el perdido Liber Annalis.
La obra supone la culminación de una tradición iniciada por los griegos (Helánico de Lesbos, Eratóstenes, Apolodoro) y continuada por los latinos desde mediados del siglo I a.e.c., momento en el que surgió el interés por insertar los sucesos históricos romanos dentro del marco cronológico griego; en este ámbito podemos destacar la Crónica de Cornelio Nepote; algo después, el mencionado Liber Annalis de Ático; y, por último, el De gente populi romani de Varrón.
Eusebio de Cesarea diseñó tablas con columnas que correspondían a cada una de las naciones del Mediterráneo; en cada una de ellas se consignaban los años de los reinados o gobiernos respectivos. El número de columnas variaba según la importancia de cada nación según las épocas: podía ser necesario incluir nueve columnas, que ocupaban el espacio de dos páginas del códice, y, en cambio, a partir del año 70 e.c. (la conquista de Jerusalén por Tito) desaparece la que corresponde a los judíos y solo queda la columna del imperio romano, que se convirtió, en tiempos del propio Eusebio en un imperio cristiano. El autor estableció como punto de partida y año 1 el nacimiento de Abraham y a partir de aquí marcaba en la columna exterior de cada página las decenas de años transcurridos desde ese momento. En este recorrido fijó como hitos históricos el Éxodo, la caída de Troya, la primera Olimpiada, el segundo año del reinado de Darío y el año decimoquinto del de Tiberio. También se marcaron los comienzos del mandato de cada rey o gobernante, indicando generalmente los años que duró, y la celebración de las Olimpiadas, ambos recursos habituales en el establecimiento de cronologías. En suma, la tabla permite percibir, siguiendo una línea horizontal, la sincronía entre los sucesos históricos de las distintas naciones.
La elaboración de una cronología semejante implicaba enormes dificultades, no solo por la amplitud de sus dimensiones sino por la existencia de sistemas de calendarios diferentes en cada pueblo y otros desajustes dentro de los propios sistemas.
José Justo Escalígero (1606), que marcó el comienzo de las investigaciones modernas sobre la obra de Eusebio, intentó reconstruirla utilizando varios testimonios que eran independientes de la traducción de Jerónimo. Posteriormente se encontraron traducciones al armenio y al siriaco, pero todo ello no ha desembocado en una reconstrucción satisfactoria; las ediciones modernas no reflejan la apariencia de los manuscritos y mucho menos del hipotético original.
La Chronica de Eusebio se perdió, pero sobrevivió en abundantes testimonios la versión de los Canones, las tablas cronológicas, que Jerónimo acabó en el año 381: desde el comienzo hasta la caída de Troya tradujo sin más del original griego; pero, además de introducir algunas adaptaciones y correcciones, complementó el texto de Eusebio, que se detenía en el 325 e.c., con los sucesos recientes ocurridos hasta el 378 y con datos que podían resultar de más interés para los lectores latinos.
Curiosamente, la obra de Eusebio constituyó para Jerónimo un estímulo similar al que el Liber Annalis de Ático supuso para Cicerón -el modelo declarado del santo- a la hora de redactar el Brutus, la historia de la oratoria escrita. En efecto, fue después de traducir y completar la obra cronológica de Eusebio cuando Jerónimo elaboró el De viris illustribus, su historia de la literatura cristiana.
En el prefacio a su versión, además de reflexionar sobre la tarea de la traducción tomando como punto de partida a Cicerón, Jerónimo afirma que procura seguir fielmente la disposición original de Eusebio y habla de las singularidades de su presentación gráfica, como, por ejemplo, de la alternancia de tinta roja y negra para facilitar la consulta. Curiosamente declara que él dictó la obra, un procedimiento que no facilitaba la reproducción de un texto de estas características.
La Chronica fue un instrumento único, la única historia continua completa que sobrevive del mundo mediterráneo preclásico y clásico, de manera que ha marcado la imagen que poseemos del pasado hasta prácticamente la actualidad .
La obra fue traducida al castellano por Alfonso Fernández de Madrigal, “El Tostado”, célebre profesor en la Universidad de Salamanca, a mediados del s. XV.
El libro expuesto contiene, además de la versión de Jerónimo, la prolongación hasta el año 455 e.c. realizada por Próspero de Aquitania (ca. 390-ca. 455) y la del florentino Matteo Palmieri (1406–1475), hasta el año 1449. Es, por tanto, una edición anterior a la de José Justo Escalígero (1606).
Burgess 2002; Feeney 2007; Fernández Corte 2014; López Fonseca-Ruiz Vila 2020; Mosshammer 1979.
En el año 392/3 Jerónimo escribió en Belén el De viris illustribus (Sobre personajes ilustres), un catálogo de autores cristianos –en total 135– desde el apóstol Pedro hasta él mismo, que cierra el libro. De manera excepcional dio cabida a autores no cristianos, como los judíos Filón y Flavio Josefo y a Séneca el filósofo; asimismo incluyó algunos herejes, algo que le reprochó Agustín (epist. 67,9).
Jerónimo en su prefacio se sitúa en la tradición de biografías de intelectuales que se remonta a los griegos y, en el terreno latino, a Varrón, Nepote y Suetonio, entre otros; también cita como modelo el Brutus de Cicerón, una historia de la oratoria latina. En efecto, en la línea de Suetonio, de cada autor da una breve noticia, el elenco de sus obras y su época, aunque se separa de aquel al renunciar a criterios como la lengua, la ocupación (orador, poeta o gramático, etc.) o el género literario. En cambio, concede especial importancia a la presentación cronológica y, lo mismo que Cicerón se había inspirado para el Brutus en una cronología general de su amigo Ático, Jerónimo basa su obra, especialmente la primera parte, en la Historia Eclesiástica y la Crónica de Eusebio de Cesárea.
El autor declara que su propósito es demostrar a paganos y judíos que el cristianismo también tenía intelectuales destacados y que no era la religión primitiva y poco sofisticada que aquellos pensaban. Pero es dudoso que este fuera su auténtico objetivo, puesto que a veces incluye figuras un tanto oscuras, que difícilmente pueden considerarse como intelectuales o sabios o eruditos y, por tanto, no sirven como argumentos de esta tesis. Lo cierto es que el breve tamaño del libro, así como la inclusión de un índice de capítulos que facilitaba la consulta, apunta a la intención de crear un manual de referencia que sirviera a los propios cristianos para identificar las obras de cada autor y comprobar su autenticidad, en una época donde los textos estaban expuestos a falsificaciones y otras alteraciones.
También la inclusión de sí mismo entre los intelectuales enumerados se inspira en el Brutus de Cicerón: a semejanza de este, no solo Jerónimo desea construir su propia imagen como estudioso y culmen de la intelectualidad cristiana, sino que además afirma su autoridad para ejercer esta labor de recopilación de los autores de la Iglesia. De nuevo él mismo cultiva como seña de identidad su ciceronianismo (recordemos el célebre relato de su sueño en el que el juez supremo le reprocha: “tú eres ciceroniano, tú no eres cristiano” (epist. 22, 30).
El catálogo tuvo enorme éxito y fue continuado por otros autores, entre los que podemos destacar a Genadio de Marsella (a finales del s. V) e Isidoro de Sevilla (a principios del s. VII). Sin embargo, la filología de los s. XIX-XX lo consideró una compilación poco original y parcial, y hasta épocas recientes solo despertó interés por su valor como testimonio que permitía reconstruir las lecturas de Jerónimo.
El libro expuesto es una reedición del texto que Erasmo publicó en 1516 en el primer volumen de las obras completas de Jerónimo, junto a la versión griega que aquel atribuyó erróneamente a Sofronio, pero que, en realidad, puede haberse realizado en la primera mitad del s. VIII.
Ceresa-Gastaldo 1988; García 1985; Fernández Corte 2014; Whiting 2015.