Yosef bar Matityahu (ca. 37 – ca. 100) fue un judío que procedía de una familia sacerdotal, lo que suponía una posición relevante en Jerusalén. Durante la Primera guerra judía contra Roma, Bar Matityahu comandó las tropas rebeldes en Galilea hasta ser derrotado y capturado por Vespasiano, entonces el general romano al cargo, y a quien certeramente profetizó que pronto sería emperador. A su regreso a Roma, Vespasiano llevó consigo al otrora rival, llegando a fraguarse una estrecha relación de amistad no solo con el emperador, sino también con sus hijos Tito y Domiciano, quienes también acabarían por vestir la púrpura imperial. La cercanía con la nueva dinastía Flavia propiciaría el nombre con el que ha sido más conocido: Tito Flavio Josefo.
Durante los treinta años que pasó en Roma, Josefo escribió toda su obra conocida. Según su propio testimonio, su Guerra de los judíos (Περὶ τοῦ Ἰουδαϊκοῦ πολέμου), acabada ca. 75, es la versión griega de su original arameo, lengua materna de Josefo, y en siete libros narra desde la toma de Jerusalén por Antíoco IV (168 a.e.c.) hasta la Primera guerra judía. A ella se suma la otra obra mayor, las Antigüedades judías (Ἰουδαϊκὴ ἀρχαιολογία), publicada en el 93-94, en la que traza una historia del pueblo judío desde los textos bíblicos (los primeros diez libros) hasta la Primera guerra judía (la segunda decena de libros). Más o menos por la misma época vio la luz su Contra Apión o Sobre la antigüedad de los judíos (Περὶ ἀρχαιότητος Ἰουδαίων), una obra de polémica en defensa del judaísmo, mientras que, unos años más tarde, Josefo escribió su Autobiografía, probablemente como respuesta a las acusaciones que se habían hecho contra él desde el ámbito judío. De hecho, Josefo no tuvo repercusión entre los autores judíos durante todo el I milenio.
No ha de ser casual en este aparente olvido de Josefo el que fuese objeto de una apropiación progresiva y exitosa por parte de los cristianos. En efecto, su obra gozó de un gran prestigio entre los autores de la época patrística, como atestigua no solo el uso intensivo que hace de sus escritos historiográficos Eusebio de Cesarea sino que incluso Jerónimo lo incluyó entre sus Hombres ilustres (13). Ciertamente sus obras fueron de gran utilidad para los autores cristianos: no solo era prácticamente la única fuente ajena a los Evangelios que ofrecía datos históricos sobre la zona y la época de Jesús (La guerra de los judíos), sino que brindaba una ingente cantidad de información sobre el mundo judío en una lengua accesible como el griego (Antigüedades judías), a veces incluso elaborada ya para su uso en polémicas religiosas contra las creencias “paganas” (Contra Apión). En no pocas ocasiones, sin embargo, de Josefo procede el material antijudío empleado por los autores cristianos, por ejemplo, la conceptualización de la destrucción del Segundo Templo como un castigo. Pero sin duda el pasaje de Josefo que más interés ha suscitado en los autores cristianos es el conocido como Testimonium Flavianum (AJ 18, 63-64), en el que se menciona a Jesús de Nazaret. Es un fragmento extensamente estudiado desde la Antigüedad hasta nuestros días y apenas los especialistas han alcanzado un consenso. En primer lugar, no está claro en qué medida las interpolaciones cristianas han modificado la formulación original de Josefo y, por añadidura, tampoco hay acuerdo respecto a la actitud que Josefo muestra hacia Jesús: aunque se han defendido interpretaciones positivas o neutrales, parece más probable que Josefo, un judío prorromano afincado en la capital del Imperio, tuviese una opinión negativa de Jesús.
Las obras de Josefo, en su traducción latina, fueron inmensamente populares durante toda la Edad Media, llegando a eclipsar el texto del Antiguo Testamento y confundiéndose con las tradiciones de las Veteres latinae, además de participar del curriculum educativo del clero. Mientras que la versión latina de las Antigüedades y el Contra Apión pueden atribuirse con seguridad, y por propio testimonio, a Casiodoro, la traducción de La guerra de los judíos ha sido tradicionalmente y desde antiguo adjudicada a Rufino de Aquilea, aunque sin muchos argumentos a favor.
Esta edición es la primera impresa de las obras de Josefo en griego y fue preparada por el humanista holandés Arnoldus Arlenius Peraxylus (Arndt van Eyndhouts, ca. 1510-1582) a partir de los manuscritos presentes en la biblioteca veneciana de Diego Hurtado de Mendoza, embajador de España en la ciudad italiana, de quien Arlenius fue bibliotecario. El volumen incluye Macabeos 4, un texto que con frecuencia, como hace Jerónimo en su perfil del De viris illustribus¸ le ha sido atribuido a Josefo. Como el de Basilio de Cesarea, este ejemplar perteneció al célebre humanista Diego de Covarrubias y Leyva (1514-1602), a cuya mano corresponden las anotaciones.
Bermejo 2014; GG 238; González Echegaray 2012; Hadas-Lebel 1989; Hardwick 1989; Inowlocki 2016; Kletter 2016; Levenson y Martin 2016.
Con el nombre de targumin (תַּרְגוּמִין ‘traducciones’ en arameo) se conoce el grupo de versiones arameas de origen judío que se realizan a partir del siglo I a.e.c. La necesidad de estas traducciones es pareja a la que motivó la Septuaginta y las otras versiones griegas, esto es, la creciente complejidad que había surgido en las comunidades judías para comprender el texto hebreo. Parece probable que su origen haya que buscarlo en contextos sinagogales. Los targumin son traducciones interpretativas, con tendencia a la paráfrasis y a la adición, y en ellos se combina la traducción con la explicación. Cuando los targumin fueron perdiendo relevancia en la liturgia, especialmente tras el dominio islámico, no desaparecieron de la cotidianidad de las comunidades judías, ya que se integraron dentro del programa de las escuelas rabínicas, siendo una herramienta fundamental no solo para la interpretación de los textos bíblicos sino para el aprendizaje de la lengua hebrea.
Resulta enormemente complejo tratar de dar una razón para todas las divergencias entre el texto hebreo y las lecturas presentes en los targumin, especialmente si tenemos en cuenta que no siempre la versión hebrea que conservamos ha de ser necesariamente la base de los targumin. A veces integran tradiciones populares pero en otras, en cambio, parecen expresar inquietudes teológicas complejas. Por ejemplo, los targumin, como la Septuaginta en algunas ocasiones, tienden a evitar el antropomorfismo de Dios: en Jer. 18,10 el texto hebreo comienza como «Y haga el mal ante Mis ojos…» mientras que en el Targum Jonatán encontramos «Y haga lo que es malo ante Mí…». El tipo de exégesis presente en los targumin debió de ser conocida y utilizada por Jerónimo, que la incorpora a sus comentarios.
Al margen de los fragmentos targúmicos recuperados en Qumrán y que atestiguan lo temprano de esta práctica (comienzos del I a.e.c. o incluso finales del II a.e.c.), los targumin son en su mayor parte de producción rabínica, aunque se pueden diferenciar varias tradiciones. Uno de los más famosos, y que tiene tendencia a ser más literal, es el Targum de Onquelos, que traduce la Torá, y debió de fraguarse en la Palestina de los siglos I-II e.c. Existen otras tradiciones palestinenses de targumin de la Torá, más tardías y que nunca llegaron a alcanzar la fijación textual de Onquelos; son los targumin llamados PseudoJonatán, Fragmentario, el preservado en la guenizá (un depósito para los textos en desuso que contienen los nombres divinos) de El Cairo y Neofiti, descubierto en la Biblioteca Vaticana por Alejandro Díez Macho en 1956. No solo la Torá fue objeto de traducciones targúmicas. El Targum de Jonatán abarca los profetas y suele ubicarse su redacción en las academias babilonenses de los siglos IV-V e.c. Más tardíos, y sin un sesgo rabínico tan marcado, circularon también targumin a otros libros bíblicos (Ester, Lamentaciones, Cantar de cantares, Rut, Eclesiastés, Job, Psalmos, Proverbio y Crónicas).
Los manuscritos targúmicos que conserva la Biblioteca Histórica de la Universidad de Salamanca fueron copiados en 1532 a instancias del claustro de profesores. Por mediación de Pablo Núñez Coronel (ca. 1480 – 1534), catedrático de la Trilingüe en Salamanca, se encomendó el trabajo a Alfonso de Zamora (ca. 1476 – ca. 1545), por entonces catedrático de hebreo en Alcalá, pero con una gran vinculación a la Universidad de Salamanca, de la que fue profesor algunos años. Ambos, junto con Alfonso de Alcalá, todos ellos judeoconversos, habían integrado el equipo que preparó las columnas hebrea y la aramea targúmica en la Biblia Políglota Complutense; precisamente teniendo en cuenta que el Targum de Onquelos había sido impreso en la Políglota, el trabajo de copia de Alfonso de Zamora para Salamanca comienza con Josué y no con la Torá.
Se conservan tres volúmenes. El Targum Jonatán aparece representado en el ms. 1 (Josué, Jueces, Rut, Samuel 1 y 2 y Reyes 1 y 2) y en el ms. 3 (Ezequiel y los profetas menores). Está hoy perdido el volumen con los targumin a Isaías, Jeremías y Lamentaciones. El ms. 2, por su parte, contiene los targumin a Ester, Job, Psalmos, Proverbios, Eclesiastés y Cantar de cantares. En todos ellos el texto arameo, copiado por Alfonso de Zamora, aparece en una columna, en escritura cuadrática con vocalización y sin acentos, enfrentado a otra columna con la traducción latina, cuya mano quizá sea la de Pablo Núñez Coronel.
Alexander, 1999; Díez Macho, 1972; Díez Merino, 2001; Ferrer, 2014; García Casar; Hayward, 1987; Lilao – Castrillo, 1997; Muñoz.
La Hexapla es el resultado del ingente trabajo filológico de Orígenes (185 – ca 253 e.c.), un erudito, teólogo y sacerdote cuya biografía y obra nos han llegado incompletas; una de las principales fuentes es la Historia eclesiástica de Eusebio de Cesarea, quien, a través de su maestro, Pánfilo, entró en contacto con el pensamiento de Orígenes. Éste nació en el seno de una familia cristiana de Alejandría y allí llegaría a formarse como gramático, entrando en contacto con la larga tradición filológica arraigada en la ciudad y que no puede en modo alguno desvincularse de la génesis de la Hexapla. La Escuela alejandrina también influiría fuertemente en su labor como exegeta y teólogo, especialmente en el desarrollo de los tres sentidos de las Escrituras: en una de sus homilías sobre Números (Hom. Num. 9, 7, 3), conservada en la traducción latina de Rufino de Aquilea, Orígenes lo equipara a una almendra cuya primera capa es amarga (el sentido literal), después tiene una cáscara protectora (el sentido moral) y por último se encuentra el fruto que realmente alimenta (el sentido espiritual).
El impacto de Orígenes, tanto entre sus seguidores como entre sus detractores, es inconmensurable y su peso fue decisivo a la hora de que el cristianismo terminase de asumir e integrar como texto sagrado propio el canon judío. Pese a ser duramente criticado, dejó una huella indeleble en la formación de la Escuela de Antioquía. A finales del siglo iv e.c. Epifanio de Salamis comenzó lo que se conoce como la primera controversia origenista, atacando no solo algunas posturas de Orígenes sobre el dogma sino su método de interpretación o, al menos, algunos de sus resultados. En ella se vieron implicados, de manera cada vez más activa, Rufino y Jerónimo. En el siglo vi, trescientos años después de la muerte de Orígenes, el emperador Justiniano reanimó la polémica, resultando de esta segunda controversia origenista la desaparición del pensamiento de Orígenes en el cristianismo bizantino, lo que sin duda contribuyó a que pocas de sus obras se nos conserven en griego. La purga del origenismo tuvo mucho menos impacto en la parte occidental, siendo durante toda la época medieval una autoridad para los comentaristas latinos. Durante el Renacimiento, la obra de Orígenes, por la que Erasmo profesó una continua admiración, llegó a tener un gran impacto entre los humanistas, aunque sus posturas no llegaban a encajar bien ni con católicos ni con reformados.
Este interés de los humanistas proviene en gran parte de la vertiente más filológica de la producción de Orígenes, en la que descuella la Hexapla (Ἑξαπλᾶ ‘séxtuple’). Consiste esta obra en la edición conjunta y paralela de cuatro versiones griegas del Antiguo Testamento precedidas del texto hebreo (primera columna) y su transcripción en caracteres griegos (segunda columna). La tercera columna la ocupa la traducción de Áquila (siglo ii e.c.), muy literal y pegada al texto hebreo, mientras que en la cuarta se encuentra la versión de Símaco (finales del siglo ii e.c.), mucho más libre. Tras ellas se sitúa la columna con la Septuaginta y, en último lugar, la traducción de Teodoción (siglos i-ii e.c.), que comúnmente se suele considerar, en cuanto a estilo y literalismo, un punto intermedio entre las versiones de Áquila y Símaco. Así, por ejemplo, el comienzo de Génesis sería בראשית brʔšyt en la primera columna y βρησιθ brēsiṯ en la segunda. Este sintagma se encuentra en Símaco, Septuaginta y Teodoción como ᾿Εν ἀρχῇ ‘En principio’ mientras Áquila lo traduce por Ἐν κεφαλαίῳ (de κεφαλή ‘cabeza’) por mantener la relación etimológica con el hebreo bə-rēʔšīt (de rōš ‘cabeza’).
Aunque la forma bajo la que ha sido más reconocida la magna obra filológica de Orígenes es la de seis columnas, a veces las fuentes citan una Tetrapla (las cuatro columnas de traducciones griegas de la Hexapla), si bien los especialistas disienten a la hora de determinar si se trata de una edición diferenciada realmente de la Hexapla o una forma abreviada. Para algunos libros bíblicos, como Psalmos, Orígenes recogió traducciones griegas adicionales, por lo que en algunos casos se puede hablar de una Octapla (con ocho columnas) y una Enneapla (con nueve columnas). En añadidura y para algunos libros, como Proverbios, Orígenes expandió el sistema de asteriscos y obelos usados para las ediciones críticas por los filólogos alejandrinos. El resultado es un texto de complejo manejo que, se calcula, debió de alcanzar unos veinte códices de cuatrocientos folios.
Una obra de tales características debió de ser extraordinariamente cara y se ha puesto en duda si Jerónimo tuvo acceso a ella en la biblioteca de Cesarea o, por el contrario, poseyó un ejemplar propio. El uso extensivo que hace de la Hexapla parece apuntar a la segunda opción; no solo fue un preciado instrumento a la hora de realizar sus traducciones sino, particularmente, en su labor de comentarista y exegeta.
Esta edición en dos volúmenes del siglo xviii a cargo del benedictino Bernard de Montfaucon (1655-1741), una de las figuras más notables de la comunidad de San Mauro, supone un ingente logro de la crítica textual moderna e incluye, además de la Vulgata, traducciones latinas literales tanto del texto hebreo como de las traducciones griegas. Basada parcialmente en una edición póstuma (1622) de J. Drusius, la edición de Montfaucon supuso la base de todas las ediciones posteriores, incluida la de Frederick Field (1875), una de las más reconocidas y todavía hoy vigente, aunque nuevos trabajos sobre algunos libros concretos han visto la luz en el marco del Hexapla Project.
Fernández Marcos 2000; Field 1875; Nautin 1977; Swete 2009; Trigg 1998; Williams 2006.
Basilio (ca. 330-379) nació en Cesarea de Capadocia (antigua Mazaca) en el seno de una familia cristiana de clase alta, lo que le permitió recibir una sólida educación clásica, estudiando primero en Constantinopla y después en Atenas. Allí se reunió con un antiguo conocido, Gregorio Nacianceno, con el que desde entonces mantuvo una larga y productiva amistad. A su vuelta a Capadocia, y tras ejercer durante un tiempo la enseñanza de retórica, orientó su interés hacia cuestiones religiosas, en particular hacia el ascetismo y el monacato; sus escritos sobre este tema terminarían por influir decisivamente en la Regla benedictina. Basilio fue consagrado como obispo de Cesarea en el 370, desde donde ejerció la férrea defensa del credo de Nicea (325) frente a las facciones que renegaban de él, en particular la de los arrianos, representada por el emperador Valente (328–378), lo que marcó tanto su postura teológica como de política religiosa. Basilio es uno de los conocidos como tres Padres capadocios, junto con su hermano, Gregorio de Nisa, y Gregorio Nacianceno; es reconocido como santo tanto para las iglesias de oriente como de occidente, así como doctor de la Iglesia católica.
Aunque en las últimas décadas han surgido dudas sobre la datación, en general el Hexahemeron, redactado como toda su obra en griego, se suele adscribir a los últimos años de vida de Basilio, en torno al 378 e.c., y, a él alude Jerónimo en la biografía de Basilio en sus Hombres ilustres (116). Un hexahemeron (Ἑξαἡμερον, ‘de seis días’) es un comentario a los seis primeros días de la Creación de acuerdo con el relato de Génesis 1,1 – 2,3. El primer texto susceptible de tal nombre es la obra De opificio mundi de Filón de Alejandría (ca. 15 a.e.c. – 45 e.c.), un importante filósofo judío de Alejandría. En ella ya se consignan dos de las grandes tendencias en las que se va a dividir el género en la literatura cristiana: un grupo va a preferir una interpretación alegórica, a menudo cercana a la cristología, mientras otros autores se van a decantar por un uso más extensivo de “fuentes paganas”, esto es, de material científico y filosófico procedente del legado grecolatino precristiano; por ejemplo, la creación de las plantas y los animales será la oportunidad para insertar tratados casi autónomos de botánica y zoología que, en general, depende de los textos de Aristóteles y Teofrasto.
Frecuentemente, se suelen reconocer las nueve homilías que forman el Hexahemeron de Basilio como pertenecientes al último grupo. Su formación clásica le permite aprovechar no solo sus conocimientos de filosofía natural, sino que el relato cosmogónico de Génesis le da pie a actualizar desde un punto de vista cristiano la filosofía platónica, con particular atención al Timeo y la República, y neoplatónica; Filón ya había manejado en su De opificio mundi las herramientas que el platonismo medio le ofrecía. Quizá este recurso constante a los autores “paganos” sea el responsable de que el Hexahemeron no fuese muy popular entre sus coetáneos e incluso que fuese objeto de crítica, como se deduce de la necesidad sentida por Gregorio de Nisa de publicar una Apologia del Hexahemeron de su hermano.
Sin embargo, Basilio ni es un comentarista estrictamente literalista ni limitado por la literatura “pagana”, como a veces se ha sostenido. Como en sus Homilías a los psalmos, Basilio no rehúye un tipo de exégesis alegórica, deudora directa del método alejandrino de Orígenes, quien además escribió también un Hexahemeron. No en vano Basilio de Cesarea y Gregorio Nacianceno compusieron la célebre Filocalia, una antología de textos de Orígenes; es probable incluso que a través de la obra de los Padres capadocios, y en particular mediante el trato directo con Gregorio Nacianceno, sea el modo en que Jerónimo tuvo un contacto profundo con el pensamiento de Orígenes. El que el uso del método alegórico no sea tan predominante en su Hexahemeron es posible que responda a dos motivos: por un lado, el texto comentado puede ser más susceptible de una exégesis literal –casi naturalista– que otros libros, como el aludido de los Psalmos, mientras que, por otro, la composición tardía del Hexahemeron coincide con el comienzo del ambiente antialegorista que acabaría desembocando en la llamada primera controversia origenista.
Pese a la posible suspicacia inicial, el Hexahemeron de Basilio se convirtió en una de sus obras más célebres, dejando un impacto claro en autores que van desde Ambrosio de Milán (ca. 340–397) hasta, incluso, Escoto Eriúgena (ca. 810–877). Aunque se habían impreso colecciones de textos de Basilio de Cesarea en el siglo XVI, esta edición, a cargo de Jano Cornario (ca. 1500–1558), es la primera obra completa impresa en griego. La particular integración del cristianismo con la cultura grecolatina que se da en los escritos de Basilio suscitó un gran interés entre los humanistas, que lo tomaron como uno de sus modelos. Como el de Flavio Josefo, este ejemplar perteneció al célebre humanista Diego de Covarrubias y Leyva (1514-1602), a cuya mano corresponden las anotaciones.
Courtonne, 1934; GG 452; Girardi, 1998; Jaeger, 1965; Kochanek, 1992; Moreschini, 2005; Robbins, 1912; Rousseau, 1998.