A pesar de que, a partir de 1468 (bajo el título Epistolae et tractatus), la imprenta puso a disposición de los lectores una edición de las obras de Jerónimo, habrá que esperar hasta 1516 para que se publique una edición crítica. Fue para ello providencial la llegada a Basilea de Erasmo de Róterdam (1467-1536), en 1514. Aunque este erudito siempre había estado fascinado e interesado por el eremita de Belén, en la ciudad suiza pudo unir sus energías a las del erudito y editor Johann Amerbach y a las del impresor Johann Froben. Estos habían comenzado a preparar una edición, con la ayuda de otros grandes eruditos humanistas como Conrad Pellikan, Johann Reuchlin, Beatus Rhenanus y Georg Reisch. A la muerte de Amerbach, sus hijos Bruno, Basilio y Bonifacio toman el relevo, pero no se sienten competentes para enfrentarse a la tarea, sobre todo a la hora de resolver la cuestión de la autenticidad, pues eran muchas las obras y cartas que circulaban bajo el nombre de Jerónimo. Este es el trabajo que acometerá Erasmo, asumiendo principalmente la edición del epistolario (los cuatro primeros tomos), mientras que los Amerbach se ocuparon del resto (los otros cinco). Esta magna edición en nueve volúmenes, impresa en Basilea en 1516 en los talleres de Johann Froben, inaugura el estudio crítico de los padres de la Iglesia. Es interesante subrayar que ese mismo año se publica en el mismo taller la revisión de Erasmo del Nuevo Testamento, edición bilingüe en griego y latín.
Erasmo habla de esta tarea de edición en uno de sus Adagia (nº 133). No es gratuito que ese comentario se encuentre en el adagio dedicado a los trabajos de Hércules, pues él mismo dice haber tenido que enfrentarse a «a estas penalidades más que hercúleas». Al esfuerzo de distinguir lo auténtico de lo atribuido, se unían otras dificultades meramente filológicas («¡Cuán ardua ha sido la lucha con la monstruosidad de los errores que invadían los códices!»), pero también filológico-tipográficas, debido a la abundancia de pasajes en hebreo y en griego («¡Cuán fatigosa la restauración de las palabras griegas, que Jerónimo citaba continuamente y que, sin embargo, en la traducción o faltaban o habían sido desfiguradas!»; el hebreo quedaba en manos de Bruno Amerbach). Están además los propios escolios o anotaciones de Erasmo, así como todo el trabajo de ordenación de los materiales. En definitiva, el humanista recuerda al lector cuántas fatigas se le han ahorrado al haberle evitado enfrentarse con un texto ilegible. Hemos de recordar, finalmente, que la edición va precedida por una biografía crítica, a partir sobre todo de la propia obra de Jerónimo, y depurada de todos los elementos hagiográficos que la deformaban. La revisión de las obras de Jerónimo ocupará a Erasmo hasta 1533, año en que fue publicada una nueva edición de las opera omnia en París.
Entre las numerosas obras del humanista de Róterdam, destacan en especial las dedicadas a autores patrísticos. Desde 1518 trabajó sobre otra de las grandes figuras del pensamiento cristiano, Agustín de Hipona (354-430). La primera edición de sus obras completas apareció en Basilea, en la oficina de Froben, en 1529 y constaba de diez volúmenes.
Como Jerónimo, Agustín fue formado en la religión cristiana pero también en la cultura latina, llegando a ser profesor de retórica en Cartago, Roma y Milán. Aunque en sus primeros años de madurez rechazó la fe católica, a los 32 años, en Milán, aceptó la autoridad de la Iglesia y fue bautizado en el 386. Al igual que Jerónimo, su ideal de la vida cristiana pasaba por la vida monástica, aunque luego fue nombrado obispo de Hipona, en el norte de África, y debió asumir tareas pastorales. Es autor de una ingente obra de carácter teológico, filosófico, exegético, pastoral, así como de una extensa correspondencia (unas 300 cartas).
La presencia de Agustín en la exposición se debe precisamente a la que intercambió con Jerónimo, de la que conservamos 12 cartas, datables entre 394/395 y 404/405. En ella se trasluce el genio de estos dos gigantes: la amable cortesía del primero, frente al fácil enojo del segundo; una tensa relación que nunca llegó a romper la cuerda (Jer a Ag.: «Toda sospecha ha de eliminarse en la amistad, y con el amigo hay que hablar como con otro yo» (ep. 105.2).
Si bien fueron variados los temas, nos interesa destacar aquí la discusión sobre la tarea principal de Jerónimo, la traducción de la Biblia, pues Agustín no estaba de acuerdo con el principio fundamental de Jerónimo: traducir el Antiguo Testamento a partir sobre todo del hebreo. Para Agustín tenía mucho más valor como fuente la traducción al griego, la Septuaginta, por ser la que habían utilizado los primeros cristianos para leer la Biblia judía: «Más bien, yo preferiría que tradujeras las Escrituras griegas, canónicas para nosotros, que se conocen bajo el nombre de los Setenta traductores» (ep. Jer 104.4 = ep. Ag. 71.4). Sin embargo, Agustín alabó el trabajo del eremita sobre los evangelios: «Por eso no pocas gracias damos a Dios por tu trabajo de traducción del evangelio sobre el texto griego, pues, de manera general, al comparar versión y texto no hemos tropezado en cosa alguna» (ep. Jer 104.6 = ep. Ag. 71.6).
La carta citada es precisamente la que puede verse expuesta en la exposición (numerada como Epistola X). En ella, Agustín menciona la nueva traducción a partir del hebreo del libro de Job (Jerónimo ya había realizado otra versión desde el griego) y se lamenta de que el traductor no haya utilizado el mismo sistema que en esta última, es decir, marcar con asteriscos lo que se halla en el hebreo pero falta en el griego, y con óbelos (una línea horizontal con un punto arriba y otro abajo) lo que está en griego y no en el hebreo, un sistema usado ya por los filólogos de Alejandría y que también fue utilizado por Orígenes en la Hexapla. Lo podemos ver tipográficamente en el comentario de Jerónimo a Isaías (folio 34r).
García Gibert 2010; Pabel 2008; Ruiz Bueno 1962; Vanautgaerden 2012.
Esta edición es una muestra de la fortuna editorial de la obra de Jerónimo, en especial para un público no especializado, pues se trata de una traducción al castellano. Para su traductor, Juan de Molina, el santo es un autor cuya riqueza «todo lo abraza […] a todos habla, a todos enseña y a todos consuela y, como tal, de todos es querido».
Nacido hacia 1485 en Ciudad Real, Molina se trasladó a Valencia en torno a 1513, y allí trascurrirá su vida de escritor, traductor y editor. Se despide de su actividad literaria en una traducción de las homilías de Alcuino, publicada en 1552. Traductor sobre todo de obras de carácter espiritual, aunque también se atrevió con otras de tema histórico, siempre con una finalidad edificante y dirigidas a la nobleza valenciana, con la que mantuvo buenas relaciones.
Precisamente, dedica sus Epístolas de Jerónimo –cuya primera edición vio la luz en Valencia en 1520–, a María Enríquez de Borja, duquesa de Gandía, abadesa de la orden de Santa Clara. La dedicatoria o «epístola prohemial» a ella dirigida nos dice mucho de la idea e intenciones de su traducción. Señala el traductor, en primer lugar, que ha seleccionado las epístolas morales, «cuya sentencia es para todos», frente a aquellas otras de carácter más teológico o de contenido puramente exegético, cuyo público es más especializado –53 cartas, de entre unas 150 que suman el total de las cartas de Jerónimo–. Además de redactar un pequeño resumen de cada epístola, ha procedido además a dividirlas en secciones (precedidas también de otro breve resumen), «para que nuestra corta devoción no se cansase con ver algunas epístolas largas». La selección ha llevado consigo también una ordenación: las cartas han sido distribuidas en siete libros, cada uno de ellos dedicado a un estado de vida, según la terminología de la espiritualidad de la época: desde el estado común, que a todos afecta, hasta el de la enfermedad o tribulación, pasando por los de la responsabilidad pastoral, la vida religiosa, la viudez y el matrimonio. Molina está siguiendo la división de una edición de 1468, en la que las cartas se distribuían en tres partes: las que tratan de temas de fe; las que versan sobre los textos bíblicos; y las de contenido moral, sobre vicios y virtudes y aplicadas a diferentes tipos de personas.
En cuanto a su traducción y labor editorial empieza resaltando el hecho de que, a pesar de las virtudes de estas cartas, «hasta aquí tantos años ha que en el arca del latín se ha estado [Jerónimo] encerrado» y se lamenta, por tanto, «viendo penar la devoción de muchos en la sed de esta doctrina».
Quizá con más de retórica que de verdad y con la necesidad de justificarse ante traductores más «filológicos» insiste también –tanto en esta dedicatoria como en la epístola «al lector» al final del volumen– en que el lector ha de fijarse en el valor de las sentencias, en su fruto dulce, no en la amarga corteza. También Jerónimo –dice Molina– «volvió toda la sagrada escritura en la lengua común de Dalmacia, que es su tierra propia». Trae asimismo en su defensa la corrupción de muchos pasajes en latín y la necesidad que ha tenido de consultar gran cantidad de originales, tanto manuscritos como impresos, «antiguos y modernos» (no sabemos si utilizó la reciente edición de Erasmo de 1516).
El lector tiene, por tanto, en este volumen a un Jerónimo «salido de las breñas y ásperas montañas de la latinidad, puesto en la llanura de la lengua castellana, tan manso y doméstico como su mismo león». Pero no encontramos aquí al Jerónimo filólogo, admirado por los humanistas, sino al moralista, al forjador de una espiritualidad que esta edición pretende hacer llegar a todas las personas.
Debió de conseguir Molina su propósito, pues su antología y versión mereció siete ediciones entre 1520 y 1554. Habrá que esperar a principios del siglo xvii para una nueva traducción de las epístolas. Entre los lectores del Jerónimo de Juan de Molina estuvo Teresa de Ávila, quien encontró en ellas el estímulo para hacerse religiosa: «Leía en las Epístolas de san Jerónimo, que me animaban de suerte que me determiné a decirlo a mi padre, que casi era como a tomar el hábito».
Pabel 2008; Pérez Priego 1981; Renoux-Caron 2007; Simón Díaz 1992.