Traductor

De entre todas sus facetas, Jerónimo descolló como traductor. Es probable que si se abstrajese su logro más notable, la Vulgata, todavía Jerónimo figurase entre los traductores más relevantes de su época, seguido de su otrora amigo Rufino de Aquilea. La primera obra que Jerónimo tradujo al latín fue la Crónica de Eusebio de Cesarea, redactada originalmente en griego. Su éxito propició el ánimo necesario para que emprendiese un proyecto más amplio que a la larga se revelaría enormemente polémico, el de la traducción, también desde el griego, de algunas obras de Orígenes . Su fama de buen conocedor del griego hizo que el papa Dámaso encomendase a Jerónimo, cuando era su secretario, la revisión de la traducción latina de los Evangelios, lo que terminaría por constituir el germen de un proyecto mucho más ambicioso que acabaría cuajando mucho tiempo después de la muerte de Jerónimo en la Vulgata.

 

En continuidad con los Evangelios, Jerónimo auspició la revisión de las Veteres del Antiguo Testamento de acuerdo con el texto de la Septuaginta hexaplar, con el ánimo de deshacer la multiplicidad de versiones que circulaban en latín y de la que también Agustín de Hipona se quejaba. La solución que alcanzará Jerónimo será sensiblemente distinta al programa original y aunque para algunos libros conservará la traducción de la Septuaginta  a través del latín de las Veteres, en general concederá primacía a la versión hebrea de las Escrituras. No es, ni mucho menos, algo espontáneo o puntal. Alrededor del 389, cuando realiza la traducción de Crónicas a partir de la Septuaginta, defendía la naturaleza revelada de ese texto griego a la par que, por la misma época, componía su comentario a Eclesiastés y para él tomaba como base la forma hebrea, admitiendo que había seguido las lecturas de la Septuaginta solo cuando estas no divergían demasiado del hebreo. No resulta arriesgado pensar que el tono apologético que es posible detectar en sus Quaestiones Hebraicae , publicadas pocos años después, tenga que ver con una recepción algo hostil a su progresivo interés en la versión hebrea que manejaban los judíos, como de hecho descubrimos en las cartas que Agustín de Hipona le dirigió. Precisamente en el prólogo de sus Quaestiones Hebraicae acuñaría un término de enorme éxito: la Hebraica veritas (‘verdad hebrea’).

 

La defensa de Jerónimo de esta Hebraica veritas está indeleblemente vinculada a sus traducciones al latín, bajo la forma de un Antiguo Testamento cristiano, de la biblia de los judíos. Así, el objetivo de Jerónimo será convencer de la preeminencia de la versión hebrea que circulaba en su época por encima de las versiones griegas y, en particular, de la Septuaginta, que era el texto más extendido entre las comunidades cristianas –incluso en el occidente latino a través de las Veteres –; sus nuevas traducciones están destinadas a hacer accesible esa “verdad hebrea” a los lectores latinos. Sin embargo, en la Hebraica veritas de Jerónimo cabe más que la estricta textualidad de los manuscritos hebreos en uso por los judíos coetáneos. En numerosas ocasiones observamos que la invocación de la Hebraica veritas implica el uso de la exégesis rabínica (evidentemente cortada por el patrón del dogma cristiano) no solo como fuente de información para sus comentarios bíblicos o como efectiva herramienta en las cada vez más beligerantes polémicas antijudías, sino a la hora de fijar la comprensión de algunas palabras o pasajes hebreos. En la concepción de Jerónimo de una buena traducción de los textos sagrados se funden los horizontes traductológicos y los teológicos: ha de reflejar el sentido del original y no su forma, del mismo modo que las Escrituras son inspiradas en el sentido y no en su verbalización. Este principio había sido defendido por Jerónimo ya en su carta  a Pamaquio (57), conocida como De optimo genere interpretandi (‘Sobre la mejor manera de traducir’), que compuso a raíz de la polémica suscitada por su traducción latina de una epístola del obispo Epifanio de Salamis, uno de los principales actores en la primera controversia origenista <3.3.4>, e incidió de nuevo en él dentro del conocido como Prologus Galeatus, que antepuso a su traducción de Reyes y Samuel y que se ha entendido como un prólogo general a sus traducciones bíblicas.

 

Las traducciones que acabarían integrando la Vulgata no se realizan en un único momento, aunque sí parece que Jerónimo albergó la idea de un proyecto más o menos unitario bajo el signo de la Hebraica veritas. Tradicionalmente se ha pensado que los primeros libros en ser vertidos desde el hebreo al latín por Jerónimo fueron Reyes y Samuel, alrededor del 390, prosiguiendo poco después con Job, el Psalterio y los libros proféticos; para el 396 ya debía de estar completa también la traducción de Crónicas. Su participación en la disputa origenista supuso un hiato en la labor de la Vulgata hasta que ca. 404 emprende la traducción del Pentateuco, seguido de Josué, Jueces y Rut. En los años siguientes terminaría por traducir o revisar el resto de libros. El complejo entramado que forman las traducciones bíblicas de Jerónimo puede ejemplificarse con el caso del libro de los Salmos, del que conocemos al menos tres versiones latinas: el Psalterio Romano, dependiente de la versión estándar de la Septuaginta y que Jerónimo debió de formar corrigiendo un texto de la Vetus ; el Galo o Galicano –llamado así por su popularidad en la Galia a partir del siglo IX–, traducido de la Septuaginta hexaplar ; y el iuxta Hebraeos, esto es, el traducido directamente desde el hebreo. A ello ha de añadirse que algunos de los libros que completan la Vulgata, como se ha señalado, son traducciones ajenas a Jerónimo; esto es particularmente significativo en los textos del Nuevo Testamento. Así, la Vulgata se revela como un conjunto polifónico en el que se combinan traducciones originales de Jerónimo con versiones latinas de orígenes distintos y que solo en algunos casos fueron revisadas por él.

 

Sería, pues, un error pensar que la historia de la Vulgata se agota con la vida de Jerónimo. La Vetus latina tardó siglos en perder su posición principal en la cristiandad occidental. Alcuino de York (ca. 735-804) realizó una importante recensión de la biblia latina con las traducciones de Jerónimo, cuya forma sería asumida por el Imperio carolingio precisamente con el nombre de vulgata, ‘común’. La Vulgata no consiguió imponerse hasta el siglo VIII, aunque para algunos libros, como el Psalterio, continuarán estando vigentes versiones dependientes de los textos griegos. No habría otra gran revisión del texto de la Vulgata hasta finales del siglo XVI. Con el telón de fondo de la Reforma y los avances de la crítica filológica que alumbró el Humanismo, se habían acumulado los fallos y defectos achacados a la forma en uso de la Vulgata. El papa Sixto V (1521-1590) trató de atajar el problema patrocinando una nueva edición en 1590, el mismo año de su muerte, que suscitó todavía más críticas. Ante ello, Clemente VIII (1536-1605) retiró de circulación la edición sixtina y publicó tan solo dos años después (1592) una nueva, llamada Clementina o Sixto-Clementina, vigente como texto oficial en la Iglesia católica hasta 1979, momento en que Juan Pablo II promulgó la Nova Vulgata.

Bogaert 1988a, 1988b; Brown 1992; González Salinero 2003; Kieffer 1996; Rebenich 1993; Williams 2006.

Vulgata del siglo XIII

Francia. Siglo XIII.
Ms. 2386

Tras el periodo carolingio, el siglo xiii es otro de los grandes momentos en la historia de la Biblia, un periodo de verdadera innovación y experimentación, en conexión con fenómenos como la exégesis practicada en las universidades y el desarrollo de las órdenes mendicantes. Una de las materializaciones más singulares de este momento son las conocidas como «Biblias parisienses». Fenómeno realmente llamativo, dada su concentración geográfica (en el norte de Francia, sobre todo en París) y cronológica, la cantidad de productos resultantes (se habla de miles de ejemplares que continuaron usándose y pasando de mano en mano durante los dos siglos siguientes, hasta la invención de la imprenta), y su relativa uniformidad.

Frente a lo habitual en las épocas anteriores, en la que resulta difícil hallar el conjunto de los libros bíblicos en un solo volumen, nos encontramos ahora con una Biblia en un solo volumen que, además, ofrece un orden bastante estandarizado.

Otra de las novedades de estas biblias es que incluyen una serie de textos complementarios: un conjunto, más o menos fijo, de prólogos, muchos de ellos tomados de Jerónimo y, al final, un listado alfabético con la interpretación de los nombres hebreos, ampliación atribuida a Stephan Langton del que había elaborado Jerónimo.

La tercera novedad es la división en secciones o capítulos de los libros bíblicos. Aunque este fenómeno tuvo lugar muy pronto, en África, la que nosotros conocemos debe su generalización a esta época y a este tipo de Biblias: para la enseñanza universitaria y para la predicación resultaban necesarias herramientas que facilitaran una rápida recuperación de un determinado texto, permitiendo elaborar, por ejemplo, concordancias en las que encontrar pasajes relacionados con un determinado concepto. Se atribuye también a Langton, a comienzos del siglo xiii. La división en versículos, sin embargo, deberá esperar al siglo xvi.

Finalmente, otro de los procesos característicos de estas biblias fue su «miniaturización», que tuvo lugar sobre todo a partir de los años 1220-1230: el tamaño de los manuscritos fue haciéndose cada vez más pequeño, de modo que estas biblias son llamadas también «portátiles» o, más imprecisamente, «de bolsillo» (parva portatoria o bibliae portatiles). Para ello era necesario utilizar una escritura minúscula, con muchas abreviaturas, y un pergamino tan fino que casi parece papel (es lo que normalmente se conoce como «vitela»). En la Universidad de Salamanca se conservan dos de estas biblias de bolsillo: los manuscritos 145 (133 x 95 mm) y 2669 (150 x 110 mm).

Sin embargo, como puede deducirse de su tamaño, el manuscrito 2386 (445 x 330 mm) no es una biblia portátil. Frente a estas –para una lectura individual o para uso de los predicadores itinerantes de las órdenes mendicantes–, estaríamos aquí ante un códice pensado para un uso colectivo, para el estudio. Por otra parte, tras el exhaustivo análisis que Ballesteros realiza sobre este códice, su formato, sus peculiaridades en la ordenación de los libros bíblicos y algunos de los materiales añadidos nos llevarían a situarla en un periodo un poco anterior a la consolidación de la estandarización de las llamadas «Biblias de París» (hacia 1230). Entre esos materiales, todos en torno a la Biblia, encontramos, por ejemplo, además de la mencionada interpretación de los nombres hebreos, unos versos para ayudar a retener los nombres y el orden de los libros: Versus utiles ad retinendum nomina et ordinem Bibliae.

Ballesteros 2005; Bogaert 1988b; De Hamel 2001; Light 1984, 1994, 2011; Lilao y Castrillo 2002; Ruzzier 2010; Ruzzier 2013.

Biblia Magna

Biblia Magna. Biblia cum concordantijs veteris et noui testamenti et sacrorum canonum…
Lyon: Etienne Gueynard, & Jean Moylin – 1520

BG/20328

Uno de los primeros productos del ars artificialiter scribendi, la imprenta, fue la conocida como Biblia de 42 líneas, que Johann Gutenberg imprimió entre 1454/1455. Es decir, el inventor de esta nueva técnica de fabricación de libros eligió como carta de presentación un texto que iba a tener, sin duda, una gran demanda. Del mismo modo que las biblias manuscritas presentan variantes de contenido, a pesar de algunos procesos de estandarización, también las biblias impresas presentan diferencias. Se siguieron tradiciones diferentes y hubo un paulatino proceso –motivado por la competencia comercial– en el que se van incorporando elementos nuevos que se fueron haciendo comunes para los lectores de la época, con el objeto principal de ofrecer instrumentos destinados a lograr un acceso cada vez mejor y más rápido al texto bíblico.

A finales del siglo xv la Biblia estaba disponible en un centenar de ediciones y en millones de copias, en un gran número de lenguas, como no lo había estado nunca.

Para ejemplificar la puesta en libro impreso de la Vulgata, se ha escogido esta bella edición lyonesa de 1520.

En el vuelto de portada una nota del impresor y del librero/editor da cuenta de lo que se va a encontrar el lector. En primer lugar, una serie de textos o instrumentos propedéuticos, que no son nuevos, sino piezas que en esta época son ya clásicas como preliminares. Se inicia con una división de los libros bíblicos que establece un paralelismo entre los del Antiguo y los del Nuevo Testamento: libros legales, historiales, sapienciales y proféticos. Siguen cuatro tablas: la primera (que falta en este ejemplar), a través de una serie de palabras clave, permite conocer el argumento de cada uno de los capítulos de todos los libros bíblicos (en los márgenes, se ofrece un resumen general de cada libro); la siguiente, alfabética, de historias y conceptos, compuesta en el siglo xv por el franciscano Gabriele Bruno (aparece por primera vez en Venecia 1492). La tercera, métrica, con el orden de los libros bíblicos, para ayudar a su memorización. La última, alfabética de los nombres de los libros. Para completar estos preliminares, una introducción a la Biblia en general, sus partes, la historia de sus traducciones, sus diferentes sentidos y maneras de interpretarla.

Tanto en la carta al lector como en la portada se ponderan también otros elementos que podemos ver cuando abrimos el libro por cualquiera de sus páginas: en tinta roja encontramos, en la parte superior, los títulos corridos, con la indicación del libro bíblico (una ayuda útil cuando se busca un determinado texto); también en tinta roja las rúbricas con el número de capítulo y un argumento o sumario. Alrededor del texto bíblico, en los márgenes, las concordancias, es decir, la remisión a otros lugares de la Biblia; y las varietates diversorum textuum, las variantes textuales, que están indicadas con el símbolo , tanto en la columna de texto como en el margen. En este sentido, esta edición es deudora de las que, a partir de la edición veneciana de 1511, incorporan el trabajo del dominico Alberto de Castello: las variantes textuales debidas a errores de copia. En esa edición de 1511 se puede situar el nacimiento de la crítica moderna del texto bíblico.

El lector encuentra en los márgenes una secuencia alfabética (dependiendo de la extensión de los capítulos puede ser A-D o A-G): se trata de una división del texto en partes más o menos iguales, que se estableció en la Edad Media, y que sirve para facilitar un sistema de citas o para ayudar al lector a encontrar rápidamente un fragmento, en lugar de tener que recorrer completamente las dos columnas. Esta herramienta es la que se utiliza en el índice alfabético mencionado: por ejemplo, Ego sum lux mundi. Io.viii.b., nos lleva al capítulo octavo del evangelio de Juan en el que no tendremos que recorrer sus casi tres columnas, sino buscar la sección marcada con la B en el margen. Hay que tener en cuenta que, en 1520, fecha de impresión de esta biblia, todavía no se había realizado la división de los capítulos en versículos, algo que se verá por primera vez en la traducción latina de Sante Pagnino, impresa en Lyon en 1528.

En cuanto al contenido textual propiamente dicho, encontraremos, como ya venía siendo habitual en las biblias manuscritas desde hacía varios siglos, con los libros bíblicos precedidos de prólogos –muchos de ellos de Jerónimo– y, al final, el diccionario alfabético con la interpretación de los nombres hebreos.

La página que abre el volumen revela que nos encontramos ante una edición de lujo, bien presentada, con el texto a dos tintas y diferentes elementos de embellecimiento, como las iniciales xilográficas y las estampas que adornan determinadas páginas. En la portada hallamos imágenes de Dios, los cuatro evangelistas, los seis días de la creación; en la base, san Pedro como papa flanqueado por san Pablo y san Juan Bautista y por cuatro padres de la Iglesia. En el centro, san Jerónimo en su estudio (un taco xilográfico que veremos aparecer varias veces a lo largo del volumen y que se ha seleccionado para el cartel de esta exposición).

Como ya ocurría con las biblias manuscritas, en el periodo de la imprenta se publicaron también ediciones en tamaños diferentes: las de pequeño formato, portátiles, para el uso privado, más devocional –la primera en formato octavo fue la de Johann Froben, en Basilea, en 1491: Biblia integra–, y las de tamaño folio, de estudio, como esta, que no por casualidad es llamada Biblia magna en la portada. 

Se puede consultar una copia digital de esta edición, para examinar su contenido y comprender sus herramientas en: https://bvpb.mcu.es/es/consulta/registro.do?id=488577 (ejemplar de la Biblioteca pública de Toledo).

Deleveau y Hillard, nº 791; Engammare 2008; Jensen 2003; Needham 1999.

Vulgata 1693

Divina bibliotheca antehac inedita complectens translationes latinas Veteris ac Novi Testamenti, cum ex Hebræis, tum è Græcis fontibus derivatas…
París: Louis Roulland – 1693-1706

BG/4517-4521

La Congregación de San Mauro, una rama reformada de los benedictinos, con una larga vida de unos 170 años (1618-1789), tuvo una gran relevancia cultural en los siglos xvii y xviii, con figuras tan notables como Jean Mabillon (1632-1707) o Bernard de Montfaucon (1655-1741). Su sede intelectual estaba en París, en Saint-Germain-des-Prés, aunque en todos sus monasterios había una casa de estudios, donde debía aprenderse filosofía, teología, humanidades, Biblia y donde se daba una gran importancia a la lectura de los Padres de la Iglesia y a los autores monásticos. En la carta que dom Luc d’Achery dirige al capítulo de la orden en 1647 sobre la formación de los aspirantes se dice que será conveniente enseñar a los novicios «a escribir bien y darles libros en un buen estilo, en latín como Jerónimo, León Magno, etc., en griego, como Basilio, Gregorio Nacianceno, etc.».

Pero no se trataba solamente de formación, sino también de una labor erudita que dio un fruto impresionante en la edición de estudios sobre Biblia, teología y derecho canónico, liturgia, obras de carácter histórico-literario y, especialmente, de autores patrísticos y monásticos. Limitándonos solamente a las patrísticas, fueron responsables de 48 ediciones entre 1638 y 1778 (la impresionante lista de sus trabajos puede verse en Baudot). Entre ellas, esta edición de las obras de san Jerónimo, publicada entre 1693 y 1706. Como suele ser habitual en sus ediciones, en el primer volumen aparece una mención de autoría colectiva, studio et labore Monachorum Ordinis S. Benedicti è Congregation S. Mauri, si bien en el resto de los volúmenes figura el editor principal, Jean Martianay (1647-1717), un experto en las sagradas escrituras.

Esta edición ejemplifica el trabajo erudito y editorial de la Congregación. En primer lugar, y aunque hubiera un editor responsable, se trata de un trabajo colectivo, que comenzaba con una misiva a todas las casas de la orden para recabar información sobre fuentes y manuscritos, prestando especial atención a aquellas obras que permanecían todavía inéditas, como se subraya en el segundo tomo, complectens libros editos ac ineditos. De la recopilación de diferentes manuscritos dan cuenta las notas a pie de página, donde vemos citados códices conservados en diferentes bibliotecas, como la Real de París, la Colbertiana, la del Mont Saint-Michel, Saint-Gall o Corbie, o la de la propia casa madre, Saint-Germain-des-Prés. Prácticamente en todos los volúmenes se hace gala en la portada de haberse hecho la edición teniendo en cuenta los más antiguos testimonios (ad fidem manuscriptorum codicum vetustissimorum). 

Los tomos van precedidos de introducciones críticas sobre diferentes aspectos de las obras editadas. En el primero, dedicado a la traducción latina de la Biblia, encontramos prolegómenos dedicados al trabajo de traducción de Jerónimo, a sus criterios, a sus defensores e impugnadores, a la cronología de su traducción y a su uso en la Iglesia. En el tercero, dedicado a los comentarios a los profetas, además de la justificación de la necesidad de una nueva edición, varios prólogos explican la labor crítica en la lectura de pasajes hebreos, griegos y latinos, en comparación con las clásicas ediciones del siglo xvi, al cuidado de Erasmo o de Marianus Victorius (Mariano Vittori) que, según los nuevos editores, no habían respetado los criterios de Jerónimo. En el tomo cuarto, dedicado a las epístolas, impresas en orden cronológico por primera vez, se justifica ese criterio, frente al temático seguido por los dos editores mencionados.

Estas ediciones iban acompañadas de la biografía del autor, bien redactada de nuevo por los editores o bien imprimiendo otras ya escritas. En este caso, se publica en el quinto tomo una vida anónima (complectens vitam sancti Hieronymi a duobus anonymis scriptam).

Otro elemento importante son los índices. En todos los volúmenes hay de citas bíblicas y temáticos. Son dignos de mención los del tomo cuarto, dedicados a las cartas: puesto que se ha cambiado la ordenación habitual en ediciones anteriores, se establecen concordancias entre el orden vigente hasta el momento y el nuevo; hay además índice alfabético de destinatarios y remitentes y otro de íncipits.

El volumen expuesto, el primero, está consagrado íntegramente a la traducción latina de la Biblia. Para el Antiguo Testamento el orden de los libros es acorde a la veritas hebraica, según Jerónimo, pero se ofrecen traducciones de libros a partir de la versión griega de los LXX: por ejemplo, los salmos se dan en ambas. Llama la atención el título, no el habitual Biblia, sino Divina bibliotheca, que era una forma habitual en autores antiguos para denominar el conjunto de libros que la forman. En una variante de la portada, figuran como responsables, además del ya citado Martianay, Antoine Pouget (1650-1709): studio ac labore domni Johannis Martianay et domni Antonii Pouget.

Si el contenido es, como puede deducirse, de un alto nivel, no lo es menos su soporte material: una edición de lujo en cinco grandes volúmenes in-folio. Además de algunos detalles menores, se pueden destacar los dos mapas que adornan el primer volumen: el primero con una imagen del Mediterráneo, para mostrar los viajes de san Pablo y san Pedro y otro con la Tierra Santa. Como introducción a todo el conjunto, un bello grabado que representa a Jerónimo trabajando en su estudio, con una cartela en la que se ven algunas de las fuentes utilizadas para su traducción de la Biblia.

En la exposición se encuentran otros trabajos de los mauristas: la Vetus Italica y la Hexapla de Orígenes.

Baudot 1928; Gain 2009; Hurel 1997.