Jacobo de Varazze, obispo de Génova, compuso alrededor de 1264 la Leyenda Dorada, una recopilación en latín de relatos de vidas de santos –la mayor parte de los primeros años del cristianismo– y de fiestas religiosas según el orden del calendario litúrgico. Originalmente constaba de 182 capítulos a los que se fueron añadiendo posteriormente otros de otros autores. La obra tuvo inmediatamente un éxito enorme y prolongado: no solo se conservan 500 manuscritos, se tradujo enseguida a varias lenguas vernáculas y la llegada de la imprenta contribuyó a su difusión (conservamos 150 ediciones datadas entre 1455 y 1500). A partir de esta fecha su popularidad comienza a menguar, en parte por responsabilidad de Erasmo, que redactó, como prefacio a su edición de las cartas de Jerónimo (Froben 1516), una biografía rigurosa basada en los textos del santo; con ella pretendía aclarar el confuso panorama que ofrecía la tradición hagiográfica medieval.
La obra pertenece a un género entonces en boga, que cultivó especialmente la orden de los dominicos –a la que pertenecía el autor–, muy preocupada de la misión pastoral: recopilaciones de material hagiográfico, seleccionado y condensado partiendo del acervo acumulado desde los primeros siglos de la era cristiana. El propósito principal era poner a disposición de los religiosos material para la predicación, pero sin olvidar el objetivo de proporcionar a un público más amplio lecturas placenteras a la vez que edificantes (de ahí su título Leyenda, que procede del latín legenda –de lego, “leer”–, término entonces libre de las connotaciones modernas de relato fabuloso).
Para esta labor de compilación el autor utilizó gran número de fuentes, desde las Sagradas Escrituras, las obras de los Padres de la Iglesia –entre los que naturalmente ocupaba un lugar destacado Jerónimo–, obras históricas, algún autor profano –como Cicerón y Macrobio–, otras compilaciones hagiográficas previas, etc.
Jacobo de Varazze utilizó las Vidas de Pablo, el primer eremita, y de Hilarión, que Jerónimo había redactado, para sus capítulos sobre estos santos; asimismo incluye en su obra a Paula, una de las aristócratas romanas que siguieron a Jerónimo en su camino ascético y sobre la que este había redactado la carta 108, un elogio fúnebre.
La obra contiene también un capítulo dedicado a la vida del propio Jerónimo, basado en sus propios textos y en algunas biografías previas. En él figuran los episodios que luego serían más famosos: el sueño durante la fiebre en el que el juez supremo le reprocha: “Mientes; tú eres ciceroniano, tú no eres cristiano” (epist. 22, 30); los rigores de su estancia en el desierto, que deliberadamente el propio Jerónimo había maquillado para construir su imagen posterior (“Contemplaba con espanto mis miembros deformados por el saco; mi sucia piel había tomado el color de un etíope. Todo el día llorando, todo el día gimiendo. (…) compañero únicamente de escorpiones y fieras”, epist. 22, 7), y la célebre historia del león al que descubre y ordena curar una herida en la pata y que, agradecido, permanecerá en el monasterio y se convertirá en acompañante obligado del santo en sus representaciones artísticas (el origen está en una leyenda atribuida a otro monje egipcio de nombre Gerasimus).
El manuscrito expuesto data del siglo XIV e incluye representaciones de los santos al comienzo de los capítulos correspondientes, algo habitual en otros manuscritos de la obra, que ejerció gran influencia en la iconografía de los santos cristianos. Aquí podemos ver las figuras de Pablo, el primer eremita; Antonio Abad; Paula, una aristócrata romana que siguió las enseñanzas de Jerónimo; y el propio Jerónimo.
Casagrande 2004; Fleith 1990; Fleith, Morenzoni 2001; Lilao y Castrillo, 2002; Macías 1982; Pabel 2008; Reames 1985.