Con frecuencia la actitud de Jerónimo hacia los clásicos se ha considerado contradictoria e incoherente porque a su formación clásica –fue alumno del destacado gramático Donato – y a su continua referencia y uso de la literatura pagana se oponía su rechazo expreso de ella (epist. 22: 29: “¿Qué hace Horacio con el salterio, Marón con los evangelios, Cicerón con el Apóstol?”). Sin embargo, Jerónimo encarnó para muchos humanistas (Lorenzo Valla, Erasmo de Rotterdam) la síntesis que deseaban entre la cultura literaria clásica y la fe cristiana. Ciertamente, a pesar de esta innegable tensión, Jerónimo siempre estuvo interesado en la creación de una literatura cristiana que no desmereciera de la pagana y apreciaba las posibilidades que esta ofrecía a la difusión del mensaje cristiano.
Cicerón constituye uno de los personajes fundamentales que en muchos niveles determinaron la obra y la figura de San Jerónimo. Recordemos el famoso episodio de su sueño, en el que el juez supremo le condena: “Mientes; tú eres ciceroniano, tú no eres cristiano” (epist. 22, 30). En efecto, el orador es su prosista latino favorito (se dice que si no se hubieran conservado las obras de Cicerón, gracias a los escritos de Jerónimo nos hubiéramos podido hacer una idea de su variedad –tal es la cantidad y diversidad de obras ciceronianas que Jerónimo cita–). Pero su deuda no solo se limita al modelo estilístico: su interés por la traducción o por la adaptación de la terminología filosófica griega están determinadas por Cicerón, que además le sirvió como mediador en el estudio de la filosofía griega. Además, para Jerónimo es un inspirador de distintos escritos (véase lo referente a obras como De viris illustribus o la Crónica) y un patrón sobre el que construir su propia imagen.
Como ejemplo de esta especial relación traemos aquí una obra de juventud de Cicerón, un manual de retórica, cuya redacción emprendió sin haber cumplido los 20 años y de la que solo llegó a completar los dos primeros libros sobre la inventio, la parte de la retórica dedicada al descubrimiento de las ideas y del contenido apropiado para cada caso. Hoy se conoce la obra con el título De inventione, La invención retórica. En ella Cicerón pretendía recoger las enseñanzas de los rétores más importantes de su época. Ya en este escrito tan precoz aparece su interés por algunas de las cuestiones que le seguirían preocupando en su madurez, como la concepción del derecho, de la oratoria y el estudio de la filosofía. Años más tarde se disculparía por este tratado juvenil (De oratore 1,5), que consideraba “esbozos todavía incompletos y toscos”; de hecho, el deseo de sustituirlo probablemente fue un factor determinante para la composición del gran diálogo De oratore.
El cristianismo necesitaba de la retórica, especialmente de algunas de sus partes, fundamentalmente para reconciliar textos contradictorios según un sistema fundamental exegético y para cumplir la labor de difusión del mensaje evangélico a través de sermones y diversos escritos. Precisamente De inventione, a pesar de sus defectos, tuvo, junto al tratado anónimo Rethorica ad Herennium –compuesto en las mismas fechas, aunque sin conexión entre ambas obras– un éxito considerable entre los estudiantes, prolongado durante los años posteriores y durante la Edad Media: su carácter sistemático y su relativa brevedad, si lo comparamos con el De oratore o la Institutio oratoria de Quintiliano, lo hacían más fácil de memorizar.
El manuscrito de pergamino (s. XIII) contiene, además de la obra de Cicerón, la anónima Rethorica ad Herennium, recogiendo así en un solo volumen los textos fundamentales de la enseñanza de la retórica que se utilizaron a lo largo de la Edad Media. Prueba de su larga utilización son las múltiples anotaciones realizadas por manos de distintas épocas.
Corbeill 2002; Hagendahl 1958; Kennedy 2002; Lilao y Castrillo 1997; Núñez 1997.
Jerónimo vivió toda su vida dividido entre su gusto por la literatura clásica latina y su compromiso con la fe cristiana, extremos que consideraba irreconciliables para llevar una vida ascética (epist. 22: 29: “¿Qué hace Horacio con el salterio, Marón con los evangelios, Cicerón con el Apóstol?”). Pero su relación con la literatura clásica no puede reducirse a un movimiento entre dos polos, sino que resulta bastante más compleja y en ella intervienen otras consideraciones: Jerónimo deseaba la existencia de una literatura cristiana que pudiera compararse a la pagana y justificaba el recurso a la literatura profana por las posibilidades que ofrece de cara a fines específicamente cristianos. Por otra parte, en lo que concierne a esta cuestión, Jerónimo siempre tuvo en cuenta a qué público se dirigía: procuraba eliminar la presencia de la literatura clásica en los sermones más sencillos y, en cambio, incluía un gran número en las obras polémicas, en las alabanzas fúnebres y en las cartas didácticas y moralizantes.
Virgilio (70-19 aec.) se sitúa en la cumbre de los poetas romanos de época clásica y tras cultivar géneros más humildes, como la poesía pastoril en las Églogas y la poesía didáctica en las Geórgicas, abordó el género más grandioso, la épica, componiendo la Eneida, un poema unido indisolublemente al destino de Roma y que ocupa un lugar central en la cultura y política de la época de Augusto. Asumiendo el reto de competir con Homero, el resultado es una obra extraordinariamente innovadora sobre un material tradicional; se convirtió inmediatamente en un clásico y su éxito posterior ha sido espectacular.
La educación latina siguió utilizando las obras de Virgilio como textos fundamentales incluso más allá de la caída del Imperio de occidente. Respecto a su recepción por parte del cristianismo, el poeta constituye un caso especial porque se convirtió en patrimonio común de paganos y cristianos. La razón es que estos lo consideraban una especie de profeta pagano, interpretando que en su Égloga IV había anunciado la llegada de Jesús. El primero que sugirió esta lectura fue Lactancio (ca. 245-325), pero fue extendida más ampliamente gracias a un discurso del propio emperador Constantino (pronunciado aproximadamente en 320).
Para Jerónimo, como Cicerón entre los prosistas, Virgilio ocupaba un lugar incomparable entre los poetas latinos: lo demuestra el elevado número de citas –tanto de la Eneida como de las Geórgicas o las Bucólicas– y las alabanzas más elocuentes que le dedica (Comment. in Michaeam II, 7: “sublime poeta, no un segundo Homero…, sino el primero entre los latinos”). No olvidemos que el santo, al fin y al cabo, declara haber asistido a las clases de Donato, que ocupa un lugar destacado en la historia de la gramática latina: ejerció en Roma su magisterio en el tercer cuarto del siglo IV y además de redactar dos tratados gramaticales que sentaron las bases de la enseñanza gramatical durante toda la Edad Media, el Ars Maior y el Ars minor, aplicó sus conocimientos a sendos comentarios de Terencio y de Virgilio.
El libro expuesto contiene las obras completas de Virgilio, junto con varios comentarios, entre los que se encuentra el de Donato. Incluye hermosas ilustraciones, como el grabado que se puede ver en la exposición: la muerte de Turno al final de la Eneida.
Fernández Corte 1989; Geymonat 1995; Hagendahl 1958; Holtz 1981; Mohr 2007; Tarrant 1997.