In principio…

Rollo de la Torá

Sefer Torah

BG/ Ms. 2777

Tomada en su conjunto, la literatura bíblica judía abarca un proceso de formación y fijación de más de mil años, desde que tradiciones orales comenzaron a fraguarse a comienzos del I milenio a.e.c. hasta que terminaron de componerse los últimos textos (como Ester y Daniel) en época helenística; sin embargo, la constitución de un canon cerrado tal y como lo conocemos no se puede desvincular de la emergencia del judaísmo rabínico en el siglo II e.c. 

 

La Torá (תּוֹרָה), también denominada la Ley, está formada por cinco libros (Génesis, Éxodo, Números, Levítico y Deuteronomio) y se corresponde con lo que en las biblias cristianas se denomina Pentateuco. La Torá constituye una de las tres partes en las que se divide el canon bíblico del judaísmo, siendo las otras Profetas (נְבִיאִים Nəbīʔīm) y Escritos (כְּתוּבִים‎ Kətūbīm), de ahí que, tomando la primera letra de cada una de las tres secciones, se nombre la Biblia judía como Tanaḵ (תַּנַ»ךְ). Conviene señalar que la Biblia judía y el Antiguo Testamento en las biblias católicas no coinciden con exactitud. En primer lugar, por el orden, que no sigue la división tripartita hebrea, pero, más importante, tampoco tienen los mismos libros. Aquellos textos ausentes del canon judío se denominan “deuterocanónicos” y entre ellos se encuentran, a modo ejemplo, el libro de Tobías, el de Judit o el Eclesiástico. La participación en el canon de los deuterocanónicos, esto es, su inspiración divina, fue puesta en duda por Lutero quien, en su traducción los dispuso en una sección independiente entre el Antiguo y el Nuevo Testamento; es común que desde el siglo XIX no aparezcan ya en las ediciones confesionales de las biblias protestantes. 

 

Como buena parte de la literatura antigua, la Torá se escribió y transmitió en rollo de pergamino con el texto dispuesto en columnas. Hasta el siglo II o III e.c. cada libro de la Torá se copiaba en un rollo separado (חֹמֶשׁ ḥomeš, literalmente un ‘quinto’), lo que facilitaba su manejo. A partir de esa época comienzan a aparecer grandes rollos que contienen los cinco libros juntos, lo cual resulta mucho menos práctico y propicia la transición de libro funcional a objeto litúrgico. La Torá, como las otras dos secciones, terminó por ser adaptada al formato codex, y acabó siendo esta la forma predilecta para la lectura, el estudio o incluso como objeto artístico.

 

El rollo litúrgico, que se conoce como סֵפֶר תּוֹרָה Sefer Torah, ha de respetar unos criterios específicos para que sea aceptado en la práctica del judaísmo (כָּשֵׁר kašer o, en pronunciación asquenazí, košer, lit. ‘apropiado, válido’), criterios estos que quedaron recogidos por Maimónides (ca. 1135-1204) en sus הִלְכוֹת תְּפִלִּין מְזוּזוֹת וְסֵפֶר תּוֹרָה (Hilḵot təfilim, mezuzot wə-sefer Torah, ‘Normas de los tefilim, mezuzot y rollos de la Torá’), contenidas en el segundo libro de su gran tratado halájico –legislativo– Mišne Torah (‘Repetición de la Torá’). Maimónides depende en su descripción del conocido como Codex de Alepo, datado a finales del siglo X y uno de los testimonios más antiguos e importantes de la transmisión masorética de la Biblia judía. Entre otros muchos aspectos, se regula tanto el pergamino (cuyo tipo y tratamiento específico se denominada en hebreo גְּוִיל gevil) como la escritura. Por ejemplo, aunque existen unos rasgos decorativos (tagin, ‘corona’ en arameo) en las letras, estas han de estar escritas limpias de vocales y acentos, es decir, de modo que solo aparezca el texto consonántico, que se escribe siempre por debajo, y no por arriba, del trazo previamente tirado para asegurar una línea recta. También queda prescrito el tipo de letra que ha de usarse: se trata de la cuadrática, de origen arameo, cuyo sentido de lectura es de derecha a izquierda y que suele dividirse en dos grandes tradiciones gráficas, la sefardí y la asquenazí. Algunos pasajes concretos, entre los que destacan los poéticos, rompen la uniformidad de la columna y han de presentar una disposición particular, llamada de ladrillos o bloques, por el modo en el que el texto se organiza. Estas prescripciones no se aplican necesariamente a la Torá copiada –o impresa– en formato codex al no ser de uso litúrgico, pero lo cierto es que muchos de los rasgos del rollo acaban, modificados o no, en el diseño de los códices.

 

Este Sefer Torah mide 38,5 centímetros de alto y alcanza desplegado en su totalidad los 33,3 metros de longitud, en los que se distribuyen las 227 columnas de las que se compone. No sé sabe nada ni de su fecha y lugar de origen ni de cómo llegó a pertenecer a la Biblioteca General Histórica de la Universidad de Salamanca, pero sí está clara su filiación sefardí por el tipo de cuadrática hebrea con que se escribe. El alto grado de estandarización que presentan este tipo de objetos litúrgicos hace muy difícil datarlos con seguridad, aunque el profesor Carlos Carrete, catedrático de Hebreo en la Universidad de Salamanca, apuntó a la segunda mitad del siglo XVI tras examinar el rollo.

 

Barco 2020; Carr 2011; Lilao y Castrillo 2002; Schniedewind 2013; Seijas de los Ríos 2014; Stern 2017; Trebolle 2014.

Se abre el Sefer Torah

El Sefer Torah completamente extendido

Sefer Torah extendido
y con anotaciones

Septuaginta

Πάντα τὰ κατ’ἐξοχὴν καλούμενα Βιβλία Θείας δηλαδὴ Γραφῆς παλαιᾶς τε, καὶ Νέας
(3 tomos en 6 volúmenes)
Venecia: Andrea Torresano, 1518

BG/20320

La Septuaginta es el nombre con el que se conoce una traducción al griego del canon bíblico judío. La leyenda sobre su origen que transmite, entre otras fuentes, la conocida como Carta de Aristeas (datada comúnmente a finales del siglo ii a.e.c.) cuenta cómo Ptolomeo II Filadelfo (285-246 a.e.c.), a través del director de la biblioteca de Alejandría, Demetrio Falero, patrocinó la traducción al griego de la “Ley de los judíos”, esto es, la Torá o Pentateuco. Para ello, setenta y dos sabios judíos (de ahí el nombre de “Septuaginta” o “de los Setenta”), seis por cada una de las doce tribus, llegaron desde Palestina a Alejandría y allí, aislados entre sí y precisamente durante setenta y dos días, cada uno por separado produjo una traducción que coincidía exactamente con la de los otros, por lo que se reconoció que había sido de inspiración divina.

Lo cierto es que, fuera del mito, los orígenes de la Septuaginta son oscuros: tradicionalmente se ha reconocido cierto valor histórico a la Carta de Aristeas, al menos a la hora de reflejar el clima intelectual en el que la traducción se habría fraguado, esto es, el de las elites culturales del judaísmo helenístico. Sin embargo, ni siquiera esto podría ser preciso ya que algunos rasgos lingüísticos y ciertos giros idiomáticos apuntarían a que los traductores procedían de un estrato cultural mucho más bajo, con el arameo como lengua vernácula. En cualquier caso, parece claro que es el resultado de un largo proceso que no ha de entenderse como un proyecto unitario, que comenzaría en Alejandría en el siglo iii a.e.c. con la traducción de la Torá y que no concluiría hasta el siglo i o ii e.c., cuando se completaría de traducir el canon, quizá ya en Palestina o Antioquía. Es posible que algunos textos, como el libro de Judit, fuesen redactados originalmente en griego, pero al grueso de la Septuaginta subyace un texto hebreo. Aunque no siempre es sencillo reconocer en los casos concretos si las divergencias entre la Septuaginta y el Texto masorético dependen de la traducción o realmente atestiguan un texto hebreo distinto, esta tradición textual premasorética debió de existir. La traducción al griego del canon sagrado judío ha de entenderse dentro de la progresiva pérdida del hebreo como lengua vehicular de las comunidades judías, quizá más temprana en las diásporas, y la consiguiente dificultad que suponía para el grueso del pueblo comprender sus propios textos religiosos. La Septuaginta, sin embargo, no quedó restringida al uso judío; al contrario, el cristianismo, conforme se iba singularizando, se identificó rápidamente con la versión griega de la Escritura, lo que propició la creación de otras traducciones griegas dentro de las comunidades judías. De hecho, el arraigo de la Septuaginta en el cristianismo, junto al de la ueteres latinae, que en general dependen de ella, llegaría a ser tal, que uno de los principales problemas al que la Vulgata tuvo que enfrentarse fue, precisamente, la existencia de pasajes en los que Jerónimo había seguido una tradición hebrea en lugar de la griega.

Este ejemplar es un postincunable, un libro que pese a estar impreso ya a comienzos del siglo xvi, conserva características de los incunables como, en este caso, el uso de abreviaturas o la imitación de la caligrafía cursiva de los manuscritos a través de los elegantes tipos de Aldo Manuzio; no en vano, la obra vio la luz de la mano de sus herederos. Este ejemplar fue posesión de un célebre profesor de la Universidad de Salamanca, Hernán Núñez de Guzmán, el Pinciano (1478-1553), a quien pertenecen las anotaciones.

Fernández Marcos 2000, 2008; Joosten 2007, 2012; Law 2014; Swete, 2009.

Vetus Itala

Bibliorum sacrorum Latinae versiones antiquae, seu Vetus Italica
(3 tomos en 6 volúmenes)
París: François Didot, 1751

BG/03884

Bajo el nombre de Vetus Latina se conocen las versiones en latín distintas a la Vulgata, sean estas anteriores o no a la traducción de Jerónimo. Tradicionalmente, su origen se suele situar durante el siglo ii en el norte del continente africano, aunque más recientemente se ha defendido una traducción coetánea y autónoma en la comunidad cristiana de Roma. Las ueteres latinae son traducciones de versiones griegas previas y sus testimonios se suelen dividir en dos grandes grupos, la Vetus Afra y la Vetus Itala, que es la que aquí aparece bajo el epígrafe de Versio antiqua. La enorme variabilidad textual de las ueteres latinae no debe de ser un fenómeno que solo aparezca ante el observador moderno, ya que Agustín de Hipona se quejaba de que:

Qui enim Scripturas ex hebraea in graecam uerterunt, numerari possunt, latini autem interpretes nullo modo. Ut enim cuique primis fidei temporibus in manus uenit codex graecus et aliquantulum facultatis sibi utriusque linguae habere uidebatur, ausus est interpretari (De doctrina Christiana 2,11,16)

‘Pues quienes vertieron las Escrituras del hebreo al griego, pueden contarse, pero de ningún modo los traductores al latín. De modo que a quien, en los primeros momentos de la fe, le llegó a las manos un libro griego y creía tener un poco de competencia en ambas lenguas, se atrevió a traducirlo.’

Pese a la severidad de Agustín, es probable que parte de esa variabilidad responda a factores culturales y no estrictamente estilísticos o gramaticales. Antes de emprender el proyecto de una traducción original desde el hebreo, Jerónimo se dedicó a corregir el Antiguo Testamento latino de acuerdo con la versión hexaplar de la Septuaginta, incorporando signos de crítica textual que especificaban qué partes estaban solo en el texto hebreo (asteriscos *) y cuáles solo en el griego (óbelos ⸓), lo cual fue muy loado por Agustín. Menos entusiasta sería con la Vulgata, que no acabaría por imponerse hasta los siglos vii-ix aunque algunas partes de la Vetus todavía eran copiadas en el siglo xiii. No se han conservado ejemplares completos de ninguna uetus por lo que su conocimiento deriva de las citas aisladas en la literatura patrística y de los manuscritos que transmiten algunos libros o parte de ellos, por lo que esta edición a cargo del maurista Pierre Sabatier resulta tan meritoria y sigue siendo la base de las ediciones científica que se han venido realizando desde el siglo xx hasta la actualidad.

Bogaert 1988a; Hartman 1967; Rebenich 2002; Schulz-Flügel 1996; Trebolle 1997.